Entretiempo'
es el momento del partido de fútbol en el que se piensa cómo se va a volver a
salir a la cancha y se motiva al equipo. Este espacio tiene el mismo sentido:
frenar la pelota, pensar cómo uno viene jugando y cómo puede mejorar.
Frenar
la pelota (vida), interrumpir con literatura...
Un verano italiano. Eduardo
Sacheri
La música de la que hablo, si la memoria no me traiciona (y guarda que bien
podría ser que me traicione: ya no me acuerdo de las cosas como antes), se
llamaba algo de “Un verano italiano” y sonaba como esas canciones tanas de los
años sesenta, melodiosas y levemente azucaradas pero no empalagosas. La
cantaban un muchacho y una chica de voces potentes y ásperas.
Si a cualquier argentino más o
menos futbolero le ponen seis o siete compases de esa cancioncita seguro
que la ubica al toque. Y tal vez a más de uno le produzca una sensación rara
volver a escucharla. Triste, o nostálgica, o vaya uno a saber qué. Alguno
recordará el dolor de esa final contra Alemania y el penal que les regaló ese
mexicano turro. Otro preferirá regodearse en el recuerdo del gol de Caniggia a
los brasileños. Alguno se sentirá vengado con la definición por penales contra
los italianos y sus caras de velorio en el final. Habrá quien no pueda sacarse
de la cabeza la imagen de Maradona puteándolos a todos mientras silbaban el
himno.
Pero mi tristeza es algo más
personal. Si me permiten, más profunda. Me detengo. Releo lo que he escrito y
me veo reflejado, mientras escribo, en el vidrio de la ventana. Me pregunto qué
hago contándoles a ustedes estas cosas. Yo, con esta cara de gordito pacífico.
Estas pecas de pelirrojo. Estos ojos siempre ojerosos. No es que pretenda
definirme como feo, guarda. No sé si soy feo. Supongo que soy simplemente
anodino, anónimo. Yo mismo recuerdo mi cara porque es mía. Si no fuera mía
difícilmente la recordaría. Imagino que a los demás les pasa lo mismo.
Vuelvo a detenerme y a releer,
ahora el último párrafo. Es patético, la pucha. Si fuese solamente aburrido
vaya y pase. Pero es patético. Cuando mi jefe lo reciba en la redacción no va a
pensar, como otras veces, “Trobiani se puso denso”. Seguro que esta vez va a
concluir “Trobiani es un pelotudo”. Bueno, que se joda, qué tanto. ¿O se cree
que es tan fácil mandar una columna todos los lunes para que salga todos los
martes?
Ahora es la madrugada del lunes. La
tarde del domingo la pasé en blanco. Ordené papeles. Colgué unos estantes
nuevos en la biblioteca. Parece mentira cómo se juntan los libros. Y yo no tiro
ninguno. Superstición, supongo. Recibo pilas, carradas, montañas de libros. Y
no soy capaz de tirarlos, aunque la mayoría sea un asco. Educación de clase
media profesional, supongo. “Los libros no se maltratan, nene”. Esos mandatos
quedan. La ventaja de vivir solo es ésa, creo. Puedo ir ocupando las paredes
con más y más anaqueles para libros que no voy a leer, pero que tampoco voy a
tirar. Terminé tardísimo. Miré un partido de la liga inglesa, y no sé a cuento
de qué pasaron algunas imágenes de Italia 90 con la musiquita de fondo. Y fue
como si me tiraran un cañonazo en el pecho. Me derrumbé en un sillón y empecé a
recordar. No pienso siempre en eso. Pero a veces me ocurre. Más si escucho la
musiquita, como me pasó esta noche. Fui paso a paso, día por día, sensación por
sensación, hasta que me quedé vacío de recuerdos. Cuando miré el reloj había
pasado como una hora. Entonces me levanté y vine aquí, a la computadora, y
escribí que no puedo escuchar la música de Italia 90 sin entristecerme.
En esa época yo estaba en la
facultad. Según el viejo axioma que reza “Serás lo que debas ser o si no serás
abogado o contador”, gastaba mi año número veinticuatro cursando segundo de
Económicas. No puedo explicar qué hacía yo estudiando Económicas, pero no me
desespera porque tampoco puedo explicar cosas mucho más importantes de mi vida,
y aquí estoy, si vamos al caso.
El asunto es que cursaba segundo
año y solía parar, antes de que se hiciera la hora de cursar, en un bar de la
calle Uriburu, cerca de la facu. Me encontraba con otros tres o cuatro fulanos,
conocidos apenas, que compartían conmigo alguna materia. Siempre odié estudiar.
Siempre aborrecí estarme quieto, sentado, recitando de memoria párrafos de
libros de estudio (no sé estudiar de otra manera). De modo que juntarme con
estos tipos me aliviaba en parte la tortura. No importan sus nombres ni
interesan sus historias. Tal vez ahora sean Señores Contadores Públicos
Nacionales, se hagan llamar Doctores y cobren buen dinero por asesorar a sus
clientes sobre la mejor manera de evadir impuestos. No, olviden eso último.
Hablo de envidia, porque en mi educación de clase media profesional pesa, y
mucho, el estigma de no tener título universitario.
Me estoy yendo de tema, esta
historia va a quedar larguísima y, cuando la lea mi jefe, va a querer
asesinarme. A lo mejor igual la publican. Todo depende del espacio que les
quede a la hora del cierre. Pero seguramente tendrán que tijeretearla por todos
lados. Habrá que ver cómo queda después de la poda. Si así, enterita, es
insufrible, no me quiero imaginar lo que será la versión compactada. Pero
bueno, allá ustedes si terminan leyéndola.
Lo importante no son los tipos
que se juntaban conmigo, sino la novia de uno de ellos. La vi por primera vez
en abril, un jueves al atardecer, antes de entrar a cursar. La trajo el punto
este que estudiaba conmigo, de la mano. No puedo describirla. A las mujeres que
he amado no se les ajustan nunca las palabras. Quédense con eso. O déjenme
agregar que cuando me miraba yo me sentía nadando en agua tibia. Mejor cuando
corrija estas páginas tacho lo último que puse. ¿Qué boludez es eso del agua
tibia? Aunque no sé, tal vez lo dejo y alguien me entiende.
Soy un tipo que respeta ciertos
códigos. Nunca fui de esos fulanos que tratan de levantarse a las novias
ajenas. No va conmigo. De modo que traté de no darle demasiada trascendencia.
Pero al día siguiente volví al café, mejor vestido y recién afeitado, esperando
verla. Victoria (así se llamaba esa belleza) también estudiaba Económicas, pero
estaba unas cuantas materias adelantada con respecto al inútil del novio.
Cuando lo acompañaba a nuestras reuniones del grupo se quedaba un poco al
margen. Abría algún libro, o sacaba algún apunte, se calzaba unos anteojos
pequeñitos que le quedaban hermosos y se ponía a estudiar en silencio. Yo ni la
miraba. No digo que me cuidaba de que los demás me vieran mirándola demasiado.
No. En todo lo que duraba nuestro encuentro no le dirigía ni un vistazo.
Sospechaba que si posaba los ojos en ella los demás iban a apiolarse y no tenía
interés en pasar vergüenza. Ya dije que no soy precisamente un Adonis. Y hace trece
años era igual de feo que ahora. Y la chica esta no estaba casada pero casi.
Estaban de novios poco menos que desde salita verde. Se casaban a fin de año.
¿Qué sentido tenía darme manija con esa mina? Ninguno, ninguno. Pero igual me
daba una máquina descomunal. En mayo aprendí que si me sentaba junto a la
ventana podía mirarla a mi gusto en el reflejo, como si estuviese mirando para
afuera. Debo haberme pasado horas con cara de idiota, con la vista clavada
supuestamente en la vereda de enfrente. Los demás habrán pensado que yo era
medio filósofo, porque jamás dijeron nada. Así yo podía mirarla hasta cansarme,
y como no me cansaba nunca, podía mirarla durante horas. Creo que la observé,
en esos meses, más de lo que ninguna otra persona pudo haberlo hecho durante el
resto de su vida. Más la miraba, más me enamoraba. Me torné un experto en
detectar sus estados de ánimo a partir de mínimos signos subrepticios. Sabía
que en sus días malos resoplaba a cada rato, inflando un poco las mejillas. Que
cuando estaba contenta se quitaba los lentes cada dos minutos, como si su peso
fuera un estorbo. Que cuando algo la preocupaba o le dolía se mordía el labio
inferior con sus dientes chiquitos y blancos. Que si alguien le dirigía
repentinamente la palabra su timidez la hacía sonrojarse y pestañear varias
veces antes de responder. Por supuesto que, tal como comprobé en la primera
tanda de parciales, nunca tuve ni la mínima noción de los temas que se
estudiaron en esos encuentros, pero ¿qué importancia tenía todo, comparado con
ella?
Ya no recuerdo por qué, pero
cuando debutó la Argentina contra Camerún estábamos en el café, todos juntos.
Naturalmente, durante el lapso que duró el partido nadie tocó un apunte. Cuando
terminó, unos cuantos se levantaron masticando bronca. El novio de Victoria se
había agarrado una calentura atroz y dijo que se iba a caminar. Los otros tres
lo siguieron, y de repente me encontré en el Paraíso. Una mesa de café para
seis personas con cuatro puestos vacíos. Victoria y yo. Frente a frente. Nos
miramos. No sé por qué ella sonrió cuando estuvimos solos, pero le devolví la
sonrisa mientras la cara se me encendía de vergüenza. Comentó algo del partido
y que no entendía a los hombres que se ponían frenéticos con el fútbol. No sé
qué idiotez contesté, atropellándome con las palabras, porque no podía pensar
en nada. Al rato volvieron los idiotas y ella retornó a sus libros. No pegué un
ojo en dos noches, recreando una vez y otra vez nuestra primera charla a
solas.
El segundo partido fue contra la
Unión Soviética, por la tarde, creo que un martes. De nuevo estábamos todos
juntos en el café. Cuando se fracturó Pumpido, en la mesa se tiraban de los
pelos. Yo, serenamente, dije que Goycochea era un arquerazo, salvo en los
centros. Me miraron torcido, pero me mantuve en lo mío. Lo había visto seguido
desde la época de la reserva de River, y realmente pensaba lo que acababa de
decir. Después del partido Victoria abandonó el café delante de mí. En realidad
yo sostuve la puerta vaivén y le cedí el paso, cosa que el inútil del novio no
hacía jamás de los jamases. Caminamos juntos la media cuadra que nos separaba
de la facultad apenas detrás del resto. Ella dijo que pensaba como yo con
respecto a Goycochea. Sentí que me moría de felicidad. Era una estupidez, una
trivialidad, pero que lo dijera entonces, lejos de los otros, sólo para mí,
creaba algo, una intimidad nueva, un puente que nos distinguía y nos separaba
de los demás y nos aproximaba. Me envalentoné y le dije que ese arquero nos iba
a llevar lejos. Ella se rió y me dijo que me tomaba la palabra. Yo me hice el
serio y juré que la Argentina tenía cuerda para rato en el Mundial. La semana
siguiente me pareció estar en el Cielo. En la mesa del café comentaban cada
tres minutos la fatalidad de tener que jugar contra Brasil. El novio de
Victoria, que la jugaba de entendido, decía que no había manera de ganarle. Los
demás asentían o polemizaban. Yo permanecía callado. De vez en cuando Victoria
me miraba y sonreíamos. De buenas a primera yo tenía algo con ella. Algo en lo
que nadie más participaba. Ese domingo vi el partido en casa, solo. Mis viejos
habían salido, no recuerdo adónde. El primer tiempo lo vi con una almohada en
la cabeza. Cada vez que las camisetas invadían el área argentina yo me tapaba
la cara y rezaba. De más está decir que me pasé cuarenta y cinco minutos medio
sofocado y con más avemarías en mi haber que una vieja devota. El gol de
Caniggia salí a gritarlo a la calle, con tal desafuero que me estropeé la
garganta por una semana. Después me puse tan nervioso que apagué la tele y
esperé rezando el final del partido. Cuando iba a encender la radio para
enterarme del resultado sonó el teléfono. Antes de contestar supe que era ella.
Faltó poco para que dijera “Hola, Victoria” al levantar el auricular. En
realidad, hacía unas semanas que miraba de reojo el teléfono esperando ese
milagro. ¿Por qué? Nunca tuve la menor idea, pero en esos días yo me movía, a
ciegas, con la seguridad de un predestinado. Me recordó mi promesa y me dio las
gracias, como si yo hubiese sido responsable de haber ganado esa epopeya. Me
reí. Me solté. Probablemente haya dicho alguna frase ingeniosa. Estaba en las
nubes. Recién al colgar reparé en la circunstancia de que yo nunca le había
dado mi número. De modo que se había animado y con alguna excusa lo había
conseguido de su novio o alguno de los otros. Así que habría inventado alguna
excusa para llamar a un compañero de su novio. Esa complicidad me llenó de
alborozo. Me sentí invencible. Más allá de todas las posibilidades, por encima
de todas mis previsiones y superando todas las probabilidades, Victoria se
había fijado en mí de alguna forma. Seguramente no me merecía semejante
privilegio. Pero yo disfrutaba como un beduino.
Cómo somos los humanos. Qué cosa
jodida que somos. Ha entonces yo había estado tranquilo, tranquilísimo. Era
punto, perdedor nato, nada, nadita. Por eso me había atrevido a conversar un
par de veces con ella. Por eso me habían surgido comentarios ingeniosos. Si
seguro que la mina se interesó porque a mí no se me notaba el amor enceguecido
que para entonces sentía por ella. Bastó que Victoria me apuntase los cañones
con ese llamado del partido contra Brasil para que a mí me entrasen unos
nervios galopantes. Ella lo notó, estoy seguro, aunque también estaba rara.
Tensa. Seria. Con todos salvo conmigo. A veces era tan evidente que yo temía
que el idiota del novio se diese cuenta. A los demás les ladraba; a mí me
sonreía. A los demás los ignoraba, a mí me sacaba charla. El novio, más allá de
su indudable cretinismo, empezaría indefectiblemente a apiolarse.
Con Yugoslavia jugamos un sábado
al mediodía.
La gente en el bar se masticaba
los vasos de los nervios. Antes de la definición por penales fui al baño y me
crucé en el pasillo con ella. No lo premeditamos. Simplemente se dio así: yo
iba y ella volvía, y nos interceptamos involuntariamente en un pasillito de
medio metro de ancho. Cuando me miró me dieron ganas de llorar, porque no podía
creer que alguien pudiese mirarme alguna vez a mí con esos ojos. Me preguntó
con quién íbamos a jugar si pasábamos a Yugoslavia. Contesté maquinalmente que
la semifinal era el miércoles, contra Italia. Sin dejar de mirarme me dijo que
le encantaría que la viésemos los dos juntos. El corazón se me salió por la
boca y escapó dando saltitos por las baldosas grises del pasillo. Con lo que me
quedaba de vida le devolví la sonrisa.
Recuerde, amigo lector, lo que
usted sintió durante esa definición del partido por penales en que la Argentina
lo tuvo para ganarlo, lo tuvo para perderlo, y finalmente lo ganó gracias a
Goycochea. Imagine lo que pude haber sentido yo, que además de un pasaje a la
semifinal del Mundial me jugaba un encuentro a solas con Victoria. Cuando ganó
la Argentina el bar se convirtió en un quilombo. Cualquiera abrazaba a
cualquiera, y a la primera de cambio terminé en sus brazos y ella en los míos.
Fue un segundo, porque cuando nos dimos cuenta nos soltamos, turbados. Pero el
perfume de esa chica... no sé, prefiero no describirlo para no quitarle lo
sagrado.
El miércoles elegimos un bar de
Once, bien lejos de todos esos fulanos de Económicas, noviecito incluido. Debo
haber sido el único argentino que encontró un motivo de alegría en el gol de
Italia.
Victoria, apesadumbrada, me
aferró la mano y no me la soltó hasta que lo empató Caniggia. Cuando iba a
empezar la definición por penales volvió a mirarme como lo había hecho en el
pasillo del otro bar. Me dijo que después de la final quería que nos viéramos.
Yo asentí. Releo lo que puse. Eso de “asentí” suena muy formal, muy severo.
Pero es cierto. Lo único que hice fue mover la cabeza de arriba hacia abajo,
porque tenía la lengua paralizada. Victoria no estaba diciendo que nos
juntásemos a ver la final. Hablaba de encontrarnos después. Y ésa era la puerta
hacia el futuro. El Mundial nos había unido. Terminado el Mundial arrancaría
nuestra historia. No cometí la torpeza de preguntar por su novio o por su
inminente matrimonio. Simplemente moví la cabeza diciendo que sí. No hacía
falta más.
Cuando empezaron los penales volvió
a tomar mi mano. Y el abrazo que nos dimos cuando Goyco nos dio otro empujón a
la gloria fue más profundo, más largo, más cálido que aquel otro que nos unió
después de Yugoslavia. Y no sólo porque estábamos lejos de miradas indiscretas,
sino porque era un pasaje, una llave maestra que nos abría la penúltima puerta.
No lo habíamos dicho. Pero el
destino de lo que nos estaba pasando iba de la mano con ese derrotero de locos
de la Argentina en el Mundial de Italia. Desde ese comentario tonto después de
la derrota contra Camerún, pasando por los elogios a Goyco cuando la Unión
Soviética, hasta ese abrazo lleno de promesas del partido con Italia. En los
días siguientes no pude pensar en otra cosa, naturalmente. Dudo que haya
dormido más de cinco o seis horas, si sumo todas las noches desde el miércoles
hasta el domingo. La musiquita del mundial me sonaba en los oídos a todas
horas. Y no sólo por el tachín tachín de la radio y de la tele, que no paraban
de hablar del milagro argentino y todo eso. Me sentía parte del milagro o, más
bien, protagonista de mi propio milagro paralelo. Yo era como la Argentina, que
seguía avanzando contra todos los pronósticos y desafiando todas las leyes de
probabilidades. Los jugadores no lo sabían, pero al ganarles a los rusos me
habían mantenido en carrera a mí. Al eliminar a Brasil me habían entreabierto
las puertas del Paraíso. Yo me había colgado con ellos del travesaño en el
primer tiempo. Yo había esquivado las camisetas amarillas del mediocampo junto
al Diego. Mi alma había corrido con el viento y la melena rubia del Cani cuando
lo sobró al arquero por la izquierda. Todo mi futuro se había encomendado en
las manos sagradas de Goycochea en esos penales memorables.
Victoria me llamó el domingo al mediodía. Nos costó hablar. Estábamos nerviosos. Pero también rabiosamente felices. Acordamos dónde vernos, para evitar a los testigos peligrosos y a las multitudes de los festejos.
El partido lo vi solo, en mi
cuarto. Cuando le pegaron a Calderón en el área de Alemania grité penal, me
abracé a la almohada y rodé por el piso. Cuando vi que el mexicano se hacía el
otario con el “Siga, siga”, sentí que algo se rompía en el futuro que había
estado construyendo. Y cuando el delincuente ese les dio el penal de biógrafo
que les dio, no pude con mi desesperación y salí a la vereda. El mundo estaba
muerto. No se veía a nadie. Me dije que si el Goyco lo atajaba, los gritos iban
a anunciármelo. Pasaron los minutos. Entendí que habíamos perdido. Volví
adentro y vi los festejos de los alemanes.
Lloré. No sé a qué tarado de la
transmisión se le ocurrió pasar la musiquita del Mundial. Yo supe que ésa era
la despedida. Mientras el Diego lloraba, y mientras los alemanes recibían la
copa, yo me sentí como la Cenicienta a las doce y un minuto. Me miré en el
espejo. Me vi como era y como soy. Feo, torpe, desgarbado, insulso. Supe que se
había roto el hechizo. Y que Victoria debía estar despertando también del suyo.
La imaginé reconstruyendo esas semanas de locos. Seguramente estaría
acalorándose al recordar el modo en que me había mirado, avergonzándose al
pensar en las cosas que había insinuado, arrepintiéndose al sacar cuentas de
hasta dónde había permitido llegar esa historia ridícula conmigo. De modo que
le simplifiqué las cosas y le evité el mal trago de tener que decírmelo en la
cara. Me quedé en mi pieza, y cada vez que pasaron la musiquita esa del “Verano
italiano” puse la tele a todo volumen. Tal vez fue estúpido, pero fue mi modo
de despedirme.
Obviamente, jamás volví al bar de
nuestros encuentros. Para evitar tener noticias suyas dejé la facultad. A fin
de cuentas, no tenía sentido torturarme. Probablemente en el grupito de estudio
les haya llamado la atención mi ausencia definitiva. Alguno, tal vez, habrá
comentado algo. Otro habrá concluido en que, a la luz de mi rendimiento
universitario, había tomado una buena decisión. Y Victoria, mordiéndose apenas
el labio inferior, habrá pensado lo mismo.
EL mundial de 1990. Eduardo
Galeano
Hasta el papa de Roma ha suspendido sus
viajes por un mes. Por un mes, mientras dure el Mundial de Italia, estaré yo
también cerrado por fútbol, al igual que muchos otros millones de simples
mortales.
Nada tiene de raro. Como todos los
uruguayos, de niño quise ser futbolista. Por mi absoluta falta de talento, no
tuve más remedio que hacerme escritor. Y ojalá pudiera yo, en algún imposible
día de gloria, escribir con el coraje de Obdulio, la gracia de Garrincha, la
belleza de Pelé y la penetración de Maradona.
En mi país, el fútbol es la única
religión sin ateos, y me consta que también la profesan en secreto, a
escondidas, cuando nadie los ve, los raros uruguayos que públicamente
desprecian el fútbol o lo acusan de todo. La furia de los fiscales enmascara un
amor inconfesable. El fútbol tiene la culpa, toda la culpa, y si el fútbol no
existiera, seguramente los pobres harían la revolución social y todos los
analfabetos serían doctores; pero, en el fondo de su alma, todo uruguayo que se
respete termina sucumbiendo, tarde o temprano, a la irresistible tentación del
opio de los pueblos.
Y la verdad sea dicha: este hermoso
espectáculo, esta fiesta de los ojos, es también un cochino negocio. No hay
droga que mueva fortunas tan inmensas en los cuatro puntos cardinales del
mundo. Un buen jugador es una muy valiosa mercancía que se cotiza y se compra y
se vende y se presta, según la ley del mercado y la voluntad de los mercaderes.
La ley del mercado, ley del éxito. Hay
cada vez menos espacio para la improvisación. Importa el resultado cada vez
más, y cada vez menos el arte, y el resultado es enemigo del riesgo y la
aventura. Se juega para ganar o para no perder, y no para gozar la alegría de
dar alegría. Año tras año, el fútbol se va enfriando, y el agua en las venas
garantiza la eficacia. La pasión de jugar por jugar, la libertad de divertirse
y divertir, la diablura inútil y genial, se van convirtiendo en temas de
evocación nostalgiosa.
Muy pronto cambiará la reglamentación
internacional. Los clubes europeos podrían, de aquí a poco, contratar a cuatro
o quizá cinco jugadores extranjeros. En ese caso, me pregunto qué será del
fútbol sudamericano.
En tiempos de tanta duda, uno sigue
creyendo que la Tierra es redonda por lo mucho que se parece al balón que gira
mágicamente sobre el césped de los estadios. Pero también el fútbol demuestra
que esta Tierra no es muy redonda que digamos.
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