Entretiempo'
es el momento del partido de fútbol en el que se piensa cómo se va a volver a
salir a la cancha y se motiva al equipo. Este espacio tiene el mismo sentido:
frenar la pelota, pensar cómo uno viene jugando y cómo puede mejorar.
Frenar
la pelota (vida), interrumpir con literatura...
Gallardo Pérez, referí. Osvaldo
Soriano
Cuando yo jugaba al fútbol, hace más de
veinte años, en la Patagonia, el refería era el verdadero protagonista del
partido. Si el equipo local ganaba, le regalaban una damajuana de vino de Río
Negro; si perdía, lo metían preso. Claro que lo más frecuente era lo de la
damajuana, porque ni el referí, ni los jugadores visitantes tenían vocación de
suicidas.
Había, en aquel tiempo, un club
invencible en su cancha: Barda del Medio. El pueblo no tenía más de trescientos
o cuatrocientos habitantes. Estaba enclavado en las dunas, con una calle
central de cien metros y, más allá, los ranchos de adobe, como en el far-west.
A orillas del río Limay estaba la cancha, rodeada por un alambre tejido y una
tribuna de madera para cincuenta personas. Eran las "preferenciales",
las de los comerciantes, los funcionarios y los curas. Los otros veían el
partido subidos a los techos de los Ford A o a las cajas de los camiones de la
empresa que estaba construyendo la represa.
Todos nosotros estábamos bajo el influjo
del maravilloso estilo del Brasil campeón del mundo, pero nadie lo había visto
jugar nunca: la televisión todavía no había llegado a esas provincias y todo lo
conocíamos por la radio, por esas voces lejanas y vibrantes que narraban los
partidos. Y también por los diarios, que llegaban con cuatro días de atraso,
pero traían la foto de Pelé, el dibujo de cómo se hacía un cuatro-dos-cuatro y
la noticia de la catástrofe argentina en Suecia.
Yo jugaba en Confluencia, un club de
Cipolletti, pueblo fundado a principios de siglo por un ingeniero italiano que
tenía un monumento en la avenida principal. Todavía las calles no habían sido
pavimentadas y para ir al fútbol los domingos de lluvia había que conseguir
camiones con ruedas pantaneras.
Confluencia nunca había llegado más
arriba del sexto puesto, pero a veces le ganábamos al campeón. Muy de vez en
cuando, pero le dábamos un susto.
Ese día teníamos que jugar en la cancha
de Barda del Medio y nunca nadie había ganado allí. Los equipos
"grandes" descontaban de sus expectativas los dos puntos del partido
que les tocaba jugar en ese lugar infernal. Los muchachos de Barda del Medio,
parientes de indios y chilenos clandestinos, eran tan malos como nosotros
suponíamos que eran los holandeses o los suecos. Eso sí, pegaban como si
estuvieran en la guerra. Para ellos, que perdían siempre por goleada como
visitantes, era impensable perder en su propia casa.
El año anterior les habíamos ganado en
nuestra cancha cuatro a cero y perdimos en la de ellos por dos a cero con un
penal y piadoso gol en contra de Gómez nuestro marcador lateral derecho. Es que
nadie se animaba a jugarles de igual a igual porque circulaban leyendas
terribles sobre la suerte de los pocos que se habían animado a hacerles un gol
en su reducto.
Entonces, todos los equipos que iban a
jugar a Barda del Medio aprovechaban para dar licencias a sus mejores jugadores
y probar a algún pibe que apuntaba bien en las divisiones inferiores. Total, el
partido estaba perdido de antemano.
El referí llegaba temprano, almorzaba
gratis y luego expulsaba al mejor de los visitantes y cobraba un penal antes de
que pasara la primera hora y la tribuna empezara a ponerse nerviosa. Después
iba a buscar la damajuana de vino y en una de ésas, si la cosa había terminado
en goleada, se quedaba para el baile.
Ese día inolvidable, nosotros salimos
temprano y llevamos un equipo que nos había costado mucho armar porque nadie
quería ir a arriesgar las piernas por nada. Yo era muy joven y recién debutaba
en primera y quería ganarme el puesto de centro delantero con olfato para el
gol. Los otros eran muchachos resignados que iban para quedarse en el baile y
buscar una aventura con las pibas de las chacras.
Después del masaje con aceite verde,
cuando ya estábamos vestidos con las desteñidas camisetas celestes, el referí
Gallardo Pérez, hombre severo y de pésima vista, vino al vestuario a confirmar
que todo estuviera en orden y a decirnos que no intentáramos hacernos los vivos
con el equipo local. Le faltaban dos dientes y hablaba a tropezones,
confundiendo lo que decía con lo quería decir.
Le dijimos -y éramos sinceros- que todo
estaba bien y que tratara, a cambio, de que no nos arruinaran las piernas.
Gallardo Pérez prometió que se lo diría al capitán de ellos, Sergio Giovanelli,
un veterano zaguero central que tenía mal carácter y pateaba como un burro.
Ni bien saludamos al público que nos
abucheaba, el defensa Giovanelli se me acercó y me dijo: "Guarda, pibe, no
te hagas el piola porque te cuelgo de un árbol". Miré detrás de los arcos
y allí estaban, pelados por el viento, los siniestros sauces donde alguna vez
habían dejado colgado a algún referí idealista. Le dije que no se preocupara y
lo traté de "señor". Giovanelli, que tenía un párpado caído surcado
por una cicatriz, hizo un gesto de aprobación y fue a hacerles la misma advertencia
a los otros delanteros.
La primera media hora de juego fue más o
menos tranquila. Empezaron a dominarnos pero tiraban desde lejos y nuestro
arquero, el Cacho Osorio, no podía dejarla pasar porque habría sido demasiado
escandaloso y nos habrían linchado igual, pero por cobardes. Después dieron un
tiro en un poste y el Flaco Ramallo sacó varias pelotas al córner para que
ellos vinieran a hacer su gol de cabeza.
Pero ese día, por desgracia, estaban sin
puntería y sin suerte. Todos hicimos lo posible para meter la pelota en nuestro
arco, pero no había caso. Si el Cacho Osorio la dejaba picando en el área,
ellos la tiraban afuera. Si nuestros defensores se caían, ellos la tiraban a
las nubes o a las manos del arquero.
Al fin, harto de esperar y cada vez más
nervioso, Gallardo Pérez expulsó a dos de los nuestros y les dio dos penales.
El primero salió por encima del travesaño. El segundo dio en un poste. Ese día,
como dijo en voz alta el propio referí, no le hacían un gol ni al arco iris.
El problema parecía insoluble y la
tribuna estaba caldeada. Nos insultaban y hasta decían que jugábamos sucio. Al
promediar el segundo tiempo empezaron a tirar cascotes.
El escándalo se precipitó a cinco o seis
minutos del final. El Flaco Ramallo, cansado de que lo trataran de maricón,
rechazó una pelota muy alta y yo piqué detrás de Giovanelli, que retrocedía
arrastrando los talones. Saltamos juntos y en el afán de darme un codazo pifió
la pelota y se cayó. La tribuna se quedó en silencio, un vació que me calaba
los huesos mientras me llevaba la pelota para el arco de ellos, solo como un
fraile español.
El arquerito de Barda del Medio no
entendía nada. No sólo no podían hacer un gol sino que, además, se le venía
encima un tipo que se perfilaba para la izquierda, como abriendo un ángulo de
tiro. Entonces salió a taparme a la desesperada, consciente de que si no me
paraba no habría noche de baile para él y tal vez hasta tendría que hacerme
compañía en el árbol de fama siniestra. Él hizo lo que pudo y yo lo que no
debía. Era alto, narigón, de pelo duro, y tenía una camiseta amarilla que la
madre le había lavado la noche anterior. Me amagó con la cintura, abrió los
brazos y se infló como un erizo para taparme mejor el arco. Entonces vi, con la
insensatez de la adolescencia, que tenía las piernas arqueadas como bananas y
me olvidé de Giovanelli y de Gallardo Pérez y vislumbré la gloria.
Le amagué una gambeta y toqué la pelota
de zurda, cortita y suave, con el empeine del botín, como para que pasara por
ese paréntesis que se le abría abajo de las rodillas. El narigón se ilusionó
con el driblin y se tiró de cabeza, aparatoso, seguro de haber salvado el honor
y el baile de Barda del Medio. Pero la pelota le pasó entre los tobillos como
una gota de agua que se escurre entre los dedos.
Antes de ir a recibirla a su espalda le
vi la cara de espanto, sentí lo que debe ser el silencio helado de los
patíbulos. Después, como quien desafía al mundo, le pegué fuerte, de punta, y
fui a festejar. Corrí más de cincuenta metros con los brazos en alto y ninguno de
mis compañeros vino a felicitarme. Nadie se me acercó mientras me dejaba caer
de rodillas, mirando al cielo, como hacía Pelé en las fotos de El
Gráfico.
No sé si el referí Gallardo Pérez
alcanzó a convalidar el gol porque era tanta la gente que invadía la cancha y
empezaba a pegarnos, que todo se volvió de pronto muy confuso. A mí me dieron
en la cabeza con la valija del masajista, que era de madera, y cuando se abrió
todos los frascos se desparramaron por el suelo y la gente los levantaba para
machucarnos la cabeza.
Los cinco o seis policías del
destacamento de Barda del Medio llegaron como a la media hora, cuando ya
teníamos los huesos molidos y Gallardo Pérez estaba en calzoncillos envuelto en
la red que habían arrancado de uno de los arcos.
Nos llevaron a la comisaría. A nosotros
y al referí Gallardo Pérez. El comisario, un morocho aindiado, de pelo
engominado y cara colorada, nos hizo un discurso sobre el orden público y el
espíritu deportivo. Nos trató de boludos irresponsables y ordenó que nos llevaran
a cortar los yuyos del campo vecino.
Mientras anochecía tuvimos que arrancar
el pasto con las manos, casi desnudos, mientras los indignados vecinos de Barda
del Medio nos espiaban por encima de la cerca y nos tiraban más piedras y hasta
alguna botella vacía.
No recuerdo si nos dieron algo de comer,
pero nos metieron a todos amontonados en dos calabozos y al referí Gallardo
Pérez, que parecía un pollo deshuesado, hubo que atenderlo por hematomas,
calambres y un ataque de asma. Deliraba y en su delirio insensato confundía esa
cancha con otra, ese partido con otro, ese gol con el que le había costado los
dos dientes de arriba.
Al amanecer, cuando nos deportaron en un
ómnibus destartalado y sin vidrios, bajo la lluvia de cascotes, nuestro
arquero, el Cacho Osorio, se acercó a decirme que a él nunca le habrían hecho
un gol así. "Se comió el amague, el pelotudo", me dijo y se quedó un
rato agachado, moviendo los brazos, mostrándome cómo se hacía para evitar ese
gol.
Cuando se despertó, a mitad de camino,
Gallardo Pérez me reconoció y me preguntó cómo me llamaba. Seguía en
calzoncillos, pero tenía el silbato colgando del cuello como una medalla.
-No se cruce más en mi vida -me dijo, y
la saliva le asomaba entre las comisuras de los labios-. Si lo vuelvo a encontrar
en una cancha lo voy a arruinar, se lo aseguro.
-¿Cobró el gol? -le pregunté. -¡Claro
que lo cobré! -dijo, indignado, y parecía que iba a ahogarse- ¿Por quién me
toma? Usted es un pendejo fanfarrón, pero eso fue un golazo y yo soy un tipo
derecho.
-Gracias -le dije y le tendí la mano. No
me hizo caso y se señaló los dientes que le faltaban.
-¿Ve? -me dijo-. Esto fue un gol de
Sívori de orsai. Ahora fíjese dónde está él y dónde estoy yo. A Dios no le
gusta el fútbol, pibe. Por eso este país anda así, como la mierda.
El ídolo. EL FUTBOL A SOL Y SOMBRA, EDUARDO GALEANO
Y un buen día la diosa del viento besa
el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y
de ese beso nace el ídolo del fútbol.
Nace en cuna de paja y choza de lata y viene al mundo
abrazado a una pelota.
Desde que aprende a caminar, sabe jugar.
En sus años tempranos alegra los potreros, juega
que te juega en los andurriales de los
suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en
sus años mozos vuela y hace volar en los
estadios. Sus artes malabares convocan multitudes,
domingo tras domingo, de victoria en
victoria, de ovación en ovación.
La pelota lo busca, lo reconoce, lo
necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca.
Él le saca lustre y la hace hablar, y en
esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies,
los condenados a ser por siempre nadies,
pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia
de esos pases devueltos al toque, esas
gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de
taquito o de chilena: cuando juega él,
el cuadro tiene doce jugadores.
—¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!
La pelota ríe, radiante, en el aire. Él
la baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas
cosas jamás vistas sus adoradores
sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán.
Pero el ídolo es ídolo por un rato
nomás, humana eternidad, cosa de nada; y cuando al pie de
oro le llega la hora de la mala pata, la
estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el
apagón. Está ese cuerpo con más
remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico,
el artista una bestia:
—¡Con la herradura no!
La fuente de la felicidad pública se
convierte en el pararrayos del público rencor:
—¡Momia!
A veces el ídolo no cae entero. Y a
veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos.
MARADONA, EDUARDO GALEANO
Jugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó de mala manera su Mundial del 94. La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias internacionales.
Hubo estupor y escándalo. Los truenos de
la condenación moral dejaron sordo al mundo entero, pero mal que bien se
hicieron oír algunas voces de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su dolorida y
atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos como Bangladesh, donde una
manifestación numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y exigiendo el
retorno del expulsado. Al fin y al cabo, juzgarlo era fácil, y era fácil
condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía cometiendo
desde hacía años el pecado de ser el mejor, el delito de denunciar a viva voz
las cosas que el poder manda callar y el crimen de jugar con la zurda, lo cual,
según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa «con la izquierda» y también
significa «al contrario de como se debe hacer».
Diego Armando Maradona nunca había usado
estimulantes, en vísperas de los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es
verdad que había estado metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas
tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria
y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a
pesar de la cocaína, y no por ella.
Él estaba agobiado por el peso de su
propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día
en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba
una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como
metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas. No había
demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar
de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar
de hacerlo. «Necesito que me necesiten», confesó, cuando ya llevaba muchos años
con el halo sobre la cabeza, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano,
empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones, acosado por las exigencias de
sus devotos y por el odio de sus ofendidos.
El placer de derribar ídolos es
directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. En España, cuando
Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las canchas por
varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron en andas al culpable de este
homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes dispuestas a celebrar
la caída del arrogante sudaca intruso en las cumbres, el nuevo rico ése que se
había fugado del hambre y se daba el lujo de la insolencia y la fanfarronería.
Después, en Nápoles, Maradona fue santa
Maradona y san Gennaro se convirtió en san Gennarmando. En las calles se
vendían imágenes de la divinidad de pantalón corto, iluminada por la corona de
la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra cada seis meses,
y también se vendían ataúdes de los clubes del norte de Italia y botellitas con
lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los perros lucían pelucas de
Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua del Dante y el tritón de
la fuente vestía la camiseta azul del club Nápoles. Hacía más de medio siglo
que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato, ciudad condenada a las
furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de fútbol, y gracias a
Maradona el sur oscuro había logrado, por fin, humillar al norte blanco que lo
despreciaba. Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club
Nápoles vencía, y cada gol era una profanación del orden establecido y una
revancha contra la historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta de
los pobres salidos de su lugar, lo llamaban jamón con rulos. Y no sólo en
Milán: en el Mundial del 90, la mayoría del público castigaba a Maradona con
furiosas silbatinas cada vez que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante
Alemania fue celebrada como una victoria italiana.
Cuando Maradona dijo que quería irse de
Nápoles, hubo quienes le echaron por la ventana muñecos de cera atravesados de
alfileres. Prisionero de la ciudad que lo adoraba y de la camorra, la mafia
dueña de la ciudad, él ya estaba jugando a contracorazón, a contrapié; y
entonces, estalló el escándalo de la cocaína. Maradona se convirtió súbitamente
en Maracoca, un delincuente que se había hecho pasar por héroe.
Más tarde, en Buenos Aires, la
televisión trasmitió el segundo ajuste de cuentas: detención en vivo y en
directo, como si fuera un partido, para deleite de quienes disfrutaron el
espectáculo del rey desnudo que la policía se llevaba preso.
«Es un enfermo», dijeron. Dijeron: «Está
acabado». El mesías convocado para redimir la maldición histórica de los italianos
del sur había sido, también, el vengador de la derrota argentina en la guerra
de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los
ingleses girando como trompos durante algunos años; pero a la hora de la caída,
el Pibe de Oro no fue más que un farsante pichicatero y putañero. Maradona
había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Lo dieron por
muerto.
Pero el cadáver se levantó de un brinco.
Cumplida la penitencia de la cocaína, Maradona fue el bombero de la selección
argentina, que estaba quemando sus últimas posibilidades de llegar al Mundial
94. Gracias a Maradona, llegó. Y en el Mundial, Maradona estaba siendo otra
vez, como en los viejos tiempos, el mejor de todos, cuando estalló el escándalo
de la efedrina.
La máquina del poder se la tenía jurada.
Él le cantaba las cuarenta, eso tiene su precio, el precio se cobra al contado
y sin descuentos. Y el propio Maradona regaló la justificación, por su
tendencia suicida a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa
irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se
abre en su camino.
Los mismos periodistas que lo acosan con
los micrófonos, le reprochan su arrogancia y sus rabietas, y lo acusan de
hablar demasiado. No les falta razón; pero no es eso lo que no pueden
perdonarle: en realidad, no les gusta lo que a veces dice. Este petiso
respondón y calentón tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En el 86
y en el 94, en México y en Estados Unidos, denunció a la omnipotente dictadura
de la televisión, que estaba obligando a los jugadores a deslomarse al
mediodía, achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más, todo a lo largo
de su accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han sacudido el
avispero. Él no ha sido el único jugador desobediente, pero ha sido su voz la
que ha dado resonancia universal a las preguntas más insoportables: ¿Por qué no
rigen en el fútbol las normas universales del derecho laboral? Si es normal que
cualquier artista conozca las utilidades del show que ofrece, ¿por qué los
jugadores no pueden conocer las cuentas secretas de la opulenta multinacional
del fútbol? Havelange calla, ocupado en otros menesteres, y Joseph Blatter,
burócrata de la FIFA que jamás ha pateado una pelota pero anda en limusinas de
ocho metros y con chófer negro, se limita a comentar:
—El último astro argentino fue Di
Stéfano.
Cuando Maradona fue, por fin, expulsado
del Mundial del 94, las canchas de fútbol perdieron a su rebelde más clamoroso.
Y también perdieron a un jugador fantástico. Maradona es incontrolable cuando
habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de
este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcertando a
las computadoras. No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva
la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares
encienden la cancha. El puede resolver un partido disparando un tiro fulminante
de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está
cercado por miles de piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando se lanza a
gambetear rivales.
En el frígido fútbol de fin de siglo,
que exige ganar y prohíbe gozar, este hombre es uno de los pocos que demuestra
que la fantasía puede también ser eficaz.
Gol de Maradona. Eduardo Galeano de El fútbol, a
sol y sombra.
Fue en 1973. Se medían los equipos
infantiles de Argentinos Juniors y River Plate, en Buenos Aires.
El número 10 de Argentinos recibió la
pelota de su arquero, esquivó al delantero centro del River y emprendió la
carrera. Varios jugadores le salieron al encuentro: a uno se la pasó por el
jopo, a otro entre las piernas y al otro lo engañó de taquito. Después, sin
detenerse, dejó paralíticos a los zagueros y al arquero tumbado en el suelo, y
se metió caminando con la pelota en la valla rival. En la cancha habían quedado
siete niños fritos y cuatro que no podían cerrar la boca. Aquel equipo de
chiquilines, los Cebollitas, llevaba cien partidos invictos y había
llamado la atención de los periodistas. Uno de los jugadores, El Veneno,
que tenía trece años, declaró:
-Nosotros jugamos por divertirnos. Nunca vamos a jugar por plata. Cuando entra la plata, todos se matan por ser estrellas, y entonces vienen la envidia y el egoísmo.
Habló abrazado al jugador más querido de
todos, que también era el más alegre y el más bajito: Diego Armando Maradona,
que tenía doce años y acababa de meter ese gol increíble.
Maradona tenía la costumbre de sacar la
lengua cuando estaba en pleno envión. Todos sus goles habían sido hechos con la
lengua fuera. De noche dormía abrazado a la pelota y de día hacía prodigios con
ella. Vivía en una casa pobre de un barrio pobre y quería ser técnico
industrial.
Maradona si, Galtieri no. Osvaldo
Soriano
Nunca entendí por qué a ningún diario
argentino se le ocurrió enviar un cronista a seguir el partido
Argentina-Inglaterra desde Puerto Argentino. Allí no admiten criollos, pero ésa
no es suficiente excusa: podrían haber mandado a uno de otra nacionalidad. Hoy
muchos argentinos tienen más pasaportes que un agente secreto de la CIA o de la
KGB.
Cuando Diego Maradona saltó frente al
arquero Shilton y le pasó la pelota con una mano por encima de la cabeza, el
concejal Louis Clifton tuvo su primer desmayo en las Malvinas. El segundo, más
prolongado, ocurrió cuando Diego dribleó a media docena de ingleses y consiguió
el segundo gol de Argentina. Afuera un viento helado barría las desiertas
calles e Port Stanley y las tropas británicas estaban en el cuartel oyendo,
azoradas, cómo el pequeño diablo del Nápoli les arruinaba el festejo del cuarto
aniversario de la reconquista de los que ellos llaman las Falkland.
El sábado, Clifton había llamado al
único periodista condenado a vivir en ese lugar para anunciarle que todos los
habitantes del archipiélago, deseaban el triunfo británico, “igual que en
1982”. Ese año, Inglaterra no sólo ganó la guerra: también venció en el partido
por la copa del mundo, en España. Esta vez fue diferente porque Maradona estaba
inspirado con las manos como con las piernas y el árbitro tunecino Alí
Bennaceur era del Tercer Mundo y no hacía diferencias entre un miembro superior
y uno inferior del cuerpo humano.
De modo que el concejal Clifton sospechó
la conjura y trató de comunicarse con el Foreign Office mientras yo, desde mi
casa de La Boca, trataba de llamarlo a él para explicarle que cuando nosotros
éramos chicos los goles con tanta gambeta se anotaban dobles, de manera que el
segundo de Diego valía también por el que metió con el puño.
Pero no es fácil comunicarse con las
Malvinas desde Buenos Aires. En Entel se sorprendieron cuando les expliqué que
quería llamar a Clifton y me dieron un número en el que luego de media hora de
espera me dijeron que la única manera era hablar por radio, a través de las
ondas cortas. Como las Malvinas son territorio de ultramar, el servicio es el
mismo que para comunicarse con un barco en medio del Atlántico.
La cosa era así: si yo estaba dispuesto
a esperar, la radio lanzaría una señal más o menos desesperada y larga hasta
que el adormecido jefe de Port Stanley la captara, saliera de su estupor, y si
no había demasiada nieve, corriera a buscar a Míster Louis Clifton que estaba
desmayado de espanto.
Esto ocurría mientras Bélgica y España
forcejeaban para saber quién sería el rival de Argentina en las semifinales.
Cuando llegó la hora de los penales desistí de hablar con el concejal Clifton
por temor a provocar un incidente internacional.
En las calles de Buenos Aires desfilaban
centenares de coches con banderas que reclamaban la devolución de las Malvinas
que el general Galtieri perdió del todo en 1982. en los camiones repletos de
muchachones que partían de los barrios, se cantaba el nombre de Maradona y las
radios retomaban un tono chauvinista que habían abandonado desde la
capitulación de Puerto Argentino.
“Estamos entre los cuatro mejores del
mundo”, gritaba José María Muñoz, el mismo que en 1979 incitó a la multitud que
festejaba el título mundial juvenil para que repudiara a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos que visitaba Buenos Aires.
Don Salvatore, mi vecino, se había caído
de la silla con el segundo gol de Maradona y no quiso que lo levantaran hasta que
el partido no hubiera terminado. Desde la eliminación de Italia que don
Salvatore no probaba bocado y los gatos de todo el barrio se acercaban a comer
lo que él dejaba. El sábado, con el vértigo de Francia-Brasil, hubo que sacarlo
tres veces de la vereda porque los franceses del barrio no toleraban que
cantara la Marsellesa con la letra de la Marcha peronista.
Cuando Platini tiró el penal a la
tribuna, don Salvatore escupió hacia el televisor y preguntó a gritos quién era
el imbécil que podía comparar semejante salame con el gran Maradona. Se refería
a mí, que había escrito en ‘Il Manifesto’ un artículo donde ponía en duda el
genio de Diego.
Al atardecer pudimos levantarlo y
convencerlo de que se tomara unos mates y comiera unas galletitas, porque estaba
tan flaco que parecía un espectro. Don Salvatore ya había asumido al equipo de
Argentina como propio y no le interesaba saber si nuestro rival en las
semifinales sería Bélgica o España. Él ya se siente campeón y lo único que pide
es que para los finales le pongamos delante un televisor color en lugar del
armatoste en blanco y negro que le dejaron sus yernos.
El único que en el barrio mantiene su
pronóstico invicto es Luis, el de la Unidad Básica, que renovó las fotos de
Maradona y Evita y sacó la bandera del justicialismo a al puerta. Desde hace un
mes viene diciendo que la final será entre Argentina y Francia, de manera que
ahora empezamos a creerle y mi mujer, que es de Estrasburgo, teme el repudio de
todo el barrio si Platini prevalece sobre Maradona.
Luis se quejaba el domingo de que Carlos
Bilardo, mientras los jugadores festejaban la segunda conquista, se levantara
del banco para ordenarles que calmaran el juego y pasaran a la defensiva cuando
los ingleses parecían resignados a la goleada. Don Salvatore, alucinado por el
hambre, opinó que el Duce debía dictar un decreto ordenando que Dinamarca y
Brasil volvieran al Mundial en lugar de Bélgica y Alemania, que dan pena.
El peluquero, que es un aguafiestas, se
descolgó con una reflexión que nos dejó a todos inquietos. “Casi seguro que en
la semifinal va a haber otra sorpresa”, dijo, y preguntó: “¿Cuál de esos
muertos –Alemania o Bélgica- se va a levantar de la tumba para amargarle la
vida a los que ya creen estar en la final?”. De inmediato lo reprobamos con una
silbatina y don Salvatore, que seguía delirando, preguntó por qué teniendo un
jugador como Maradona todavía no habíamos conseguido pagar la deuda con el
Fondo Monetario Internacional.
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